La escalera

Tenía tres tramos y un pequeño rellano. En el suelo se alternaban losas blancas y rojas, de barro cocido. Algunas estaban sueltas y producían un ruido incómodo al pisarlas. Pero él ya sabía cuáles eran, y las evitaba al subir o bajar. A veces incluso alcanzaba un peldaño sin pasar por el anterior, apostando con él mismo sobre si llegaría al final sin hacer saltar alguna de aquellas baldosas rebeldes. Al borde de cada escalón un listón de madera gastada y oscura hacía de frontera entre las losas y el vacío hasta el siguiente nivel, y todos ellos, sin excepción, estaban más gastados por el lado cercano a la baranda, fabricada con la misma madera, igualmente gastada y oscura. Al final de cada tramo de la baranda una bola de bronce dorado marcaba a modo de hito el cambio de dirección en el corto viaje de ascenso o descenso.

A mitad de camino, en el rellano donde siempre solía asomarse para contemplar desde arriba el macetón donde el helecho extendía solemne sus brazos verdes y frescos, había una puerta. Del lado de la pared la puerta, en el lado del vacío la barandilla escoltada por sus bolas de bronce, y allá abajo, en el suelo, el macetón con el helecho de siempre, siempre verde, siempre gigantesco, siempre paleolítico.

Primero se asomaba para mirar abajo, al helecho. Quizás simplemente para armarse de valor, para no pasar directamente a lo más difícil, para no enfrentarse al miedo, al temor, al enigma. Mientras inclinaba su cabeza por encima de la baranda respiraba profundo, llenaba sus pulmones de aire, y lentamente empezaba a girar hacia la pared donde se encontraba la vieja puerta que nunca encontró abierta, pero que a través de su cerradura le permitía atisbar parcialmente lo que en la habitación contigua se escondía.


El ojo de la cerradura estaba enmarcado por una lámina de latón oxidado clavado en la madera con dos grandes remaches de acero. Destacaba sobre la superficie oscura de la puerta y actuaba a modo de proyector, vomitando un blanquecino chorro de luz hacia donde él se encontraba, haciendo así que se hicieran visibles las incontables motas de polvo que flotaban en el aire. Se convertía entonces el rellano de las escaleras en un universo de diminutas partículas que cabalgaban sobre aquel fulgor proveniente de los recónditos rincones de la habitación en la que nunca tendría oportunidad de penetrar.

El hecho de que repitiera la aventura cada vez que visitaba la casa de sus abuelos no le quitaba ni una pizca de emoción a la misma. El ascenso peldaño a peldaño de cada tramo de la escalera, la panorámica del gran helecho desde la baranda del rellano y el posterior giro y acercamiento hacia la puerta abriéndose camino entre las microscópicas estrellas polvorientas de aquel aire viejo y rural, hacían que su corazón se acelerara progresivamente, hasta que cuando ya rozaba con su cara la áspera madera de la puerta, colocando su ojo en línea con el de la cerradura, su respiración se paralizaba por unos instantes.
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El Tiempo

El Tiempo. Inexorable. Implacable. Pero también imprescindible. Sin Tiempo no hay Vida. Vivir significa envejecer. Envejecer significa acercarnos al final. Vivimos mientras morimos. Desde que nacemos. Muchos lo han dicho ya. Pocos parecen percatarse de ello cada día.

Siempre me ha acompañado el concepto Tiempo. Me apasionan las señales de su paso sobre el mundo. Las ruinas, los lugares olvidados donde una vez transcurrió la vida, los objetos que sobrevivieron a los avatares de la historia, la idea de que en cualquier trozo de terreno que pisemos habrá habido antes acontecimientos, vidas y muertes que no logramos imaginar. El Tiempo como desafío, pero también como regalo. Como nexo de unión entre el todo y la nada, entre el principio y el fin…

02-12-2018. Reloj. Casa-Museo de Federico García Lorca en Valderrubio (Granada)

Farol y Cal

En las paredes de los pueblos se va depositando el Tiempo que ha pasado implacable sobre ellas. Las sucesivas capas de cal aplicadas durante lustros o siglos se van agrietando bajo los efectos del calor estival y los fríos invernales. La luz del sol que roza su superficie dibuja mapas abstractos donde las sombras giran lentamente a modo de reloj solar.

Farol y cal. Zuheros (Córdoba)